El debate se repite un par de veces todos los años: conforme se acerca la primavera o el otoño, encontramos un reguero de noticias sobre el cambio horario. La productividad, los efectos en la salud o la eficiencia energética son algunos de los aspectos clave. ¿Deberíamos seguir retrasando o adelantando la hora o, por el contrario, no sale a cuenta hacerlo? En este artículo trataremos de examinar los argumentos a favor y en contra.

 

El debate se repite un par de veces todos los años: conforme se acerca la primavera o el otoño, encontramos un reguero de noticias sobre el cambio horario. La productividad, los efectos en la salud o la eficiencia energética son algunos de los aspectos clave. ¿Deberíamos seguir retrasando o adelantando la hora o, por el contrario, no sale a cuenta hacerlo? En este artículo trataremos de examinar los argumentos a favor y en contra.

A pesar de que muchos ya daban por hecho que este año ya se habrían acabado los 'viajes temporales de andar por casa', a finales de octubre cambiaremos nuestros relojes de nuevo. En la madrugada del sábado 26 de octubre, las manillas del reloj retrocederán una hora: a las 03:00 volverán a ser las 02:00. Es decir, que por el momento la norma se mantiene, aunque es probable que no durante mucho tiempo, pues la nueva fecha establecida por el Parlamento Europeo para pronunciarse sobre este particular es el año 2021.

El asunto tiene miga, ya que, en la encuesta que realizó el año pasado la Comisión Europea, un 84 % de las personas consultadas estaban a favor de que se modificase la normativa. Y se esperaba que el cambio fuera inminente: en teoría, el pasado 31 de marzo se tendría que haber producido el último. Sin embargo, al final se ha retrasado la fecha. Los países miembros de la Unión Europea tienen hasta abril del año que viene para comunicar a Bruselas el horario por el que se decantan.

En España, el porcentaje de población favorable a terminar con el cambio horario no es tan amplio (60 %), una acción que, curiosamente, encuentra más partidarios de la tercera edad que entre los jóvenes. Y solo un 13,8 % opta por el horario de invierno, frente a un 65,4 % que prefiere el de verano, según los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Estas decisiones tienen consecuencias, pero, antes de examinarlas, repasemos los orígenes del cambio horario. ¿De dónde surge?

¿Cuál es el origen del cambio horario?

 Aunque se señala a Benjamin Franklin como responsable de esta norma, esto no es del todo exacto. El político americano se limitó a defender, en 1784, los beneficios que, en su opinión, tenía levantarse temprano: ante todo, ahorrar velas y aprovechar mejor la luz solar. Así, publicó un artículo defendiendo su postura en el Journal de Paris, pero no llegó a proponer un cambio de horario. Fue necesario esperar más de un siglo para que otros retomaran su testigo: el entomólogo neozelandés George Hudson lo propuso en 1895; el constructor William Willett, en Inglaterra (Reino Unido), abogó por el cambio horario en 1907; y, finalmente, Ontario (Canadá) fue la primera ciudad en hacer efectivo el cambio en 1908.

Pero cuando realmente se implementó a gran escala fue tras la Primera Guerra Mundial, momento en que muchos países europeos, empezando por Austria-Hungría y Alemania, lo hicieron con el objeto de ahorrar carbón y aceite mediante el aumento de actividad durante las horas de luz solar.

¿Hoy en día sigue teniendo sentido cambiar la hora?

 El responsable de hacer saltar la liebre fue Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea. Hace un año, propuso que se aboliera el cambio horario en nombre de la eficiencia y el ahorro de energía. Sin embargo, muchos no compartían su punto de vista, y por ese motivo se aplazó la decisión hasta 2021. Es difícil separar los motivos políticos de los estrictamente científicos, y los expertos no han alcanzado un consenso, pero trataremos de reflejar las principales ventajas e inconvenientes.

Aunque para pocas personas el cambio horario supone verdaderos quebraderos de cabeza, ya que estamos muy habituados a realizarlo, con esta práctica nuestro cuerpo se resiente ligeramente. Por ejemplo, en este estudio señalan que a nuestro organismo le resulta más sencillo adaptarse al cambio horario otoñal, mientras que no lo es tanto en primavera, en especial para quienes tienen por costumbre acostarse tarde y levantarse avanzada la mañana. El efecto es similar al que se observa con el jet lag: este nos afecta más cuando viajamos hacia el este —y, por tanto, perdemos tiempo— que cuando lo hacemos hacia el oeste. Aunque las diferencias entre individuos son notables, se calcula que por cada hora de cambio a nuestro cuerpo le cuesta un día adaptarse.

En principio, optar por el horario veraniego parece tentador: así dispondríamos de más horas de luz e, incluso, en los meses invernales no anochecería nunca antes de las 19:00 horas. Sin embargo, entrar al colegio o al trabajo cuando aún no ha amanecido (el sol saldría más tarde de las 9.00 horas) no resulta tan atractivo, y se estima que la productividad se resentiría con el cambio. Además, nuestras actividades se desarrollarían en mayor medida durante las horas de máximo calor, elevando el consumo de aire acondicionado. A cambio, las ventajas parecen obvias: disfrutaremos de más horas de luz natural y a la salida del trabajo aún no será de noche, algo muy valorado en un país como el nuestro, donde es habitual permanecer en la calle y estar activo hasta relativamente tarde.

¿Qué es lo más eficiente?

Es inevitable que muchos se pregunten también por el efecto que tienen sobre nuestro consumo los cambios de hora y, por tanto, el aprovechamiento de la luz solar. Hasta ahora se pensaba que esta rutina tenía un efecto beneficioso sobre nuestra eficiencia energética. Pero la literatura científica reciente parece que lo desmiente o, al menos, matiza. Por ejemplo, este estudio muestra cómo lo que se gana por un lado (la noche) se pierde por el otro (la mañana), y aconseja realizar análisis más profundos. También es necesario tener en cuenta que esa alteración de nuestros biorritmos similar al jet lag provoca que la productividad se resienta: los días inmediatamente posteriores al cambio horario somos menos eficientes.

Aunque, en resumen, parece que hay motivos razonables para eliminar el cambio horario, optar por el de verano o el de invierno parece depender más de factores culturales y geográficos que de cualquier otra variable. Así, es natural que un gallego (que vive en la región española en la que más tarde anochece) tenga una perspectiva diferente de la de un levantino (donde antes amanece), y atenerse a uno u otro horario puede marcar una importante diferencia. Además, estamos condicionados por nuestros horarios de trabajo, la hora de cierre de los comercios y bares, etc. Y, por último, por nuestros hábitos personales y biorritmos. De momento, toca preparar los relojes de nuevo y aprovechar las horas diurnas lo mejor que sepamos y podamos.

 

Artículo publicado por: Luis Herrero

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